lunes, 21 de septiembre de 2015

XIAOMEI

No le gustó lo que vio cuando pasó por delante del espejo. Era él mismo pero con diez años más. Había envejecido de golpe. El espejo irrumpió en su camino mientras andaba hacia ninguna parte, pero se detuvo para recrearse en sus miserias. Xiaomei le había dejado con la sonrisa puesta del revés, y con una carta que aún guardaba en el bolsillo de su americana color beige. La conoció en el tren, de camino a París. Le llamó la atención de inmediato, aunque nunca se había sentido atraído por las mujeres asiáticas sintió curiosidad por entablar conversación con ella. Parecía una mujer culta, no había levantado la vista del libro que tenía entre las manos durante las dos horas que llevaban de viaje.
Cuando le pidió permiso para sentarse a su lado, Xiaomei respondió en un español muy claro sin dejar de leer. Tardó unos minutos en preguntarle cómo se llamaba. Entonces ella cerró el libro y le miró con una dulzura que le atravesó todas las vísceras. Era ella, sin lugar a dudas, la mujer que llevaba esperando tantos años. Le invadió de repente una sensación extraña. Estaba sentado en un tren, de camino a París, al lado de una mujer oriental que acababa de conocer y que quería seguir conociendo sin saber porqué.
-¿Sabes que eres muy bonita? -le soltó sin pensárselo.
Xiaomei se acurrucó en su hombro como si se conocieran desde siempre y empezó a llorar.
-¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras? Lo siento mucho si te he incomodado -se disculpó.
- No, no es eso. ¿Puedes besarme? -le propuso sin temor a que se formara un mal concepto de ella. ¿Podrías darme un beso de verdad?
No supo a qué se refería con un beso de verdad, pero lo hizo lo mejor que pudo, y sintió que había sido el beso más auténtico que había dado jamás.  Sus labios tenían sabor a crema de cacahuetes y eran muy suaves. Estuvieron rato besándose, hasta que Xiaomei dejó de llorar. No imaginaba que París le fuera a gustar tanto, y que años después lo añorara con la misma intensidad que ella le pedía que la besara entre lágrimas, porque cada vez que lo hacía de sus ojos brotaban diamantes transparentes.
Había leído tantas veces la carta que se la sabía de memoria:
" Gracias por haberte sentado a mi lado. Gracias por tus besos y por París. Tú hiciste mi viaje más agradable. Ahora tengo que irme. No me busques, no preguntes por mí, no me encontrarás. Donde yo voy no puedes venir, créeme. Me gustaría que cada vez que te subieras a un tren pensaras en mí, y cuando pasees por las calles de una hermosa ciudad te imagines que me llevas de la mano, y cuando beses a otra mujer, porque sé que lo harás, y yo quiero que lo hagas, cierres los ojos en el último momento y me veas a mí. París siempre estará en el mismo lugar. Ve de vez en cuando y siéntate en el parque donde le dimos de comer a las palomas. Será la manera de tenerme a tu lado. Ahora me voy, no puedo decirte dónde, de verdad que no puedo".
Viéndose reflejado en el espejo se sintió patético. Xiaomei, Xiaomei... ¿Pero qué has hecho?
 
Meritxell



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