jueves, 10 de septiembre de 2015

EFECTO PASAJERO

 
Salió a la calle sin paraguas, la sensación de no quedar protegida la excitaba. El agua resbalando por su cabello la llevó a fantasear con aquel momento de placer de hacía algunos años, en una calle desierta de madrugada. Era un hombre de estatura media, de unos cuarenta años, muy bien vestido y con olor a loción de afeitado. Se detuvieron en una angosta calle iluminada sólo por una farola alta. Dejaron de caminar al unísono, como si se hubieran leído el pensamiento tras unos segundos de silencio. Él la sostuvo entre sus brazos y la empujó suavemente hacia la pared de piedra rugosa. Le levantó la falda sin pedirle permiso y acarició su entrepierna mientras la besaba con ímpetu. Ella no se quejó, le gustaba sentirse deseada por aquel individuo sin nombre. Se habían conocido unas horas antes, cuando fue a pagar el té con limón y el camarero le dijo que estaba invitada. Entonces, señaló al señor que estaba en la puerta y que la miraba con una sonrisa. Llevaba rato observándola, casi una hora. Había llegado sola buscando un rato de intimidad, algo que la sacara de la rutina del día a día, y no se percató de que estaba siendo observada y deseada desde el momento en que se sentó en la silla roja. Limpió la mesa con una servilleta de papel para que no se le ensuciara el libro, una novela histórica algo aburrida pero que no quería dejar de leer. Le quedaban cinco páginas para terminar el libro cuando le empezó a invadir un aburrimiento feroz. Era una cafetería pequeña que empezaba a llenarse de gente y paraguas mojados. Se quedó pensativa unos instantes, observando la lluvia a través de los cristales y el ir y venir de las personas con paso apresurado. Su único pensamiento era que no tenía paraguas; sin embargo, estaba dispuesta a beberse la lluvia a tragos.
No se presentó, le bastó con una sonrisa y un gracias por haberla invitado. Él se ofreció a regalarle un paseo y una copa en un local que quedaba bastante alejado de donde estaban. Empezaba a oscurecer pero le apeteció el plan. A fin de cuentas, estaba sola y cansada de leer. Cualquier historia que quedara encerrada en un libro empezaba a sacarla de quicio, quería vivir su propia historia, darle vida a los capítulos. Era un local acogedor y poco iluminado, el típico refugio para los enamorados. Él le dijo:
 
- Me enamoré de tus ojos nada más verte. Pensarás que estoy loco, que soy un chiflado, y puede que tengas razón, pero tus ojos me han enamorado.
 
Ella le devolvió el cumplido con una sonrisa. No tenía ganas de hablar, pero la sinceridad que él mostraba sin miedo a ser catalogado de loco se merecía una gran sonrisa. Eran dos personas solitarias con ganas de quererse por un día, por unas horas, sin importarles nada más.
 
- ¿Damos un paseo? - le propuso cogiéndole la mano.
Ella asintió con la cabeza sin preguntar nada.
 
Pasearon durante un largo rato cogidos de la mano hasta llegar a una calle estrecha y solitaria. Un gato negro salió de detrás de un contenedor y de un salto se coló por la ventana de lo que parecía un local abandonado. Él se moría de ganas por besarla, y ella de que la besara. Pudo sentir su respiración agitada cuando la abrazó y la apoyó contra la pared mojada. La lluvia hizo el resto.
 
-¿Volveremos a vernos? Dime que volveré a verte -le susurró a modo de súplica. Dime cuándo te veré de nuevo.
 
Ella se bajó la falda y se recogió el pelo con un coletero que llevaba de pulsera.
 
-No sé, no tengo respuesta para eso.
 
Meritxell
 
 
 
 
 



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