domingo, 27 de julio de 2014

UNA HISTORIA REAL

Soy devota de la Virgen desde muy pequeña. Había en el colegio una gruta en la zona de recreo, justo detrás de los columpios, con la imagen de la Inmaculada Concepción. Era una talla austera pero muy grande, al menos así la percibía yo, dada mi corta edad. Cada mañana, a la hora del almuerzo, le llevaba mi desayuno y me quedaba un buen rato hablando con ella. No recuerdo qué le contaba porque era muy pequeña, pero abría la bolsita de tela y le dejaba lo que hubiera dentro, me arrodillaba delante y así me quedaba hasta que oía de lejos el ruido del silbato de la hermana Teresa avisando que había terminado la hora del recreo.
La hermana Teresa era una mujer mayor, tendría unos setenta años más o menos, muy menuda y con una paciencia infinita. Conmigo, desde luego, la tenía porque me dedicó mucho tiempo hasta que entendí que se leía de izquierda a derecha y no al revés. En un principio pensaron que era disléxica, pero luego supieron que era por testarudez.
- Hermana, hermana... -le gritaba mientras corría hacia ella y la agarraba del brazo para que viniera conmigo- la Virgen se come lo que le dejo...
- ¿ Y qué le dejas, hija? -preguntaba sorprendida.
- Mi desayuno - le contestaba sin entender el motivo de su asombro.
Para mí era normal. Le dejaba el desayuno y al día siguiente ya no estaba, y eso sólo tenía una explicación posible: que a la Virgen le gustaba.
La hermana Teresa sonreía y me acariciaba la cabeza con ternura mientras cogía aire. La había llevado al galope hacia la gruta para mostrarle el milagro. Claro que para mí no era un milagro, y para mi padre, quien me preparaba el desayuno cada mañana, tampoco. Durante semanas, y hasta que la hermana Teresa dio la voz de alarma, esperaba con impaciencia la hora del recreo para correr hacia la gruta y darle de comer a la Virgen porque se me metió en la cabeza que estaba mal alimentada. A partir de ese momento, le encomendaron al hermano Enrique que me vigilara. Pero yo seguía yendo a la gruta después de comérmelo todo y le decía a la Virgen que no se enfadara, que no me dejaban llevarle más comida pero que le llevaría otras cosas. Y así fue. Le llevaba pequeñas flores y hasta una caja de rotuladores. Al final me dejaron por imposible y el hermano Enrique dejó de vigilarme. Un alivio para él porque según tengo entendido le pisaba para escaparme. 
Mi abuelo paterno, que en paz descanse, era muy creyente también. Iba cada domingo a misa y se confesaba con el padre Rubén. A veces me acerco a verle sólo porque me recuerda a él. Cuando perdió la memoria de lo único que no se olvidó fue de rezar, así que cuando iba a verle nos pasábamos la tarde rezando. Yo empezaba y él seguía, y si se perdía volvíamos a empezar. Al final rezaba sólo yo y él me miraba. Me gustaría pensar que algo entendía.
Mi devoción por la Virgen permanece intacta. Intento ir a Lourdes una vez al año por una promesa, y sigo creyendo en los milagros. Una vez creí que la Virgen se comía mi desayuno y pintaba con mis rotuladores. Ahora creo que hace mucho más.

ESO QUE LLAMAN AMOR

Cuanto más escribo sobre el amor menos conozco su significado. Pero sé que dejarse querer es hermoso y también  amar desde la libertad y la ignorancia. Amar de esa manera te sentencia al fracaso, pero te salva de la condena. El fracaso sentimental es una soledad vocacional, elegida libremente. Sin embargo, la condena es un castigo impuesto que puede durar toda la vida.
Sé que el amor verdadero no conoce reglas ni compromisos, ni expone argumentos con lógica. Las exigencias pertenecen al instinto, algo mucho más vulgar. El sexo obliga a firmar y hay que leerse con lupa la letra pequeña. 
Sé que es más fácil escribir sobre el amor que vivirlo con toda su crudeza; ensuciar papeles en blanco con gemidos que hasta los sordos oyen. Sé eso y poco más.
No sé si mañana, o pasado mañana, me sentiré fracasada o condenada. Tampoco me preocupa que no me ames porque creo saber que nunca me has amado, pero me asusta la idea de dejarte de amar algún día de esos en los que se confunde la vocación  con la imposición,  la libertad  con la condena, porque entonces sabría que lo que creo saber hoy no me ha servido de nada.