sábado, 7 de junio de 2014

EL CHINO DE LA ESTACIÓN

Era un chino de nombre Zhang Wei que llevaba un pañuelo azul anudado en el cuello. Hiciera frío o
calor, no se desprendía de él y, por alguna razón, siempre pensé que le encadenaba a su presente. Tal vez por su mirada y por la manera en la que caminaba, arrastrando los pies como si la vida le aplastara. Todas las mañanas iba a la estación del tren y se sentaba en el primer banco del andén esperando a que alguien se apeara. Nunca llegó nadie. Lo sé porque le veía llegar todas las mañanas a las siete en punto, con su pañuelo azul en el cuello, y sentarse con las manos entrelazadas. Durante meses le observé cada día, esperando ver algún movimiento o reacción distinta a las anteriores, algo que me hiciera pensar que tenía un motivo para sentarse y esperar. Uno de los días me atreví a acercarme y me senté a su lado. Él no se inmutó, seguía con las manos entrelazadas, pero advertí que le temblaban. Con la espontaneidad que me caracteriza, le pregunté si se encontraba bien. Tuve que repetir la pregunta porque la primera vez no me oyó. Estaba ensimismado mirando el suelo, como si contara cada una de las manchitas de las baldosas grises. Ante mi insistencia, me miró y asintió con la cabeza.
Cuando no esperaba respuesta, exclamó en un español muy poco claro:
- Estoy esperando.
- No vendrá - contesté sin pensar.
No sé por qué dije aquello, pero tuve la certeza de que, fuera quien fuese, o lo que fuese, no llegaría jamás. Llevaba demasiado tiempo esperando.
Al chino le cambió la mirada, parecía más apenado.
- Me llamo Zhang, Zhang Wei - añadió.
Sonreí y omití mi nombre, no procedían las presentaciones, además acababa de llegar mi tren.
- Tengo que irme -dije sin más.
Al día siguiente, a la misma hora, le vi llegar y ocupar el mismo asiento. Seguía esperando, pero no quise inmiscuirme. Zhang Wei me reconoció de inmediato e hizo un gesto de cortesía. Me estaba invitando a sentarme a su lado, y me pareció bien.
- ¡Qué! -exclamé en un tono animado- ¿sigue esperando?
Volvió a asentir con la cabeza.
Entonces, haciendo caso omiso a mi primer pensamiento sensato, le inquirí:
- ¿ Qué es lo que espera?
El chino sonrió por primera vez y susurró:
- A ella.
No contesté, por unos segundos me vino el pensamiento de que no estaba cuerdo. Pero reconozco que su vulnerabilidad me enternecía y me estaba acostumbrando a verle cada día, sentándose en la misma posición, con las manos unidas y su pañuelo de seda azul en el cuello. Después de tanto tiempo no sospeché que ese día sería el último que le viera. Pasaron unas semanas y el chino seguía sin aparecer. Era extraño. Mi curiosidad me tentó nuevamente y sin pensármelo dos veces me dirigí a ventanilla para preguntar por él. Después de tanto tiempo, Zhang Wei  no podía haber pasado desapercibido. En efecto, el taquillero le conocía.
- ¡Ah sí, ese chino! -pronunció en un tono que no me gustó porque sonó despreciativo.
Era de prever -prosiguió- después de lo de su mujer... no quedó claro si fue un accidente pero el tío quedó tocado y, ya hace unas semanas, creo que fue un sábado porque yo libraba, se tiró a las vías. ¿Le conocías? -añadió.
Me costaba respirar y a duras penas pude pronunciar palabra.
La estaba esperando, la esperaba a ella, y yo le dije que no esperara, que no llegaría jamás. Esa idea me quita el sueño.  Zhang Wei, el chino del pañuelo azul en el cuello que me dio su nombre y, posiblemente, su última sonrisa, ha dejado de esperar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario