jueves, 20 de febrero de 2014

EMOCIONES CRISTALIZADAS

Podría ponerle un nombre a cada emoción,  a ver si así rompo todos los cristales. Nombres de personas, sucesos, lugares... Es como si las emociones estuvieran esperando detrás de una ventana para que alguien de un porrazo las dejara caer al vacío. Pero hace frío para romper ventanas, y viento para abrirlas. Cierro los ojos e intento, en vano, pensar. Porque los pensamientos vienen regidos por las emociones y las mías están muy acostumbradas a no pensar. Están ocultas tras los cristales, aunque a menudo se agitan y saltan pidiendo auxilio. Suicidarse les encantaría, pero no sé por qué extraño motivo yo me resisto. A mí me enseñaron a saltar a la comba y a las gomas elásticas, el deporte de alto riesgo no es lo mío. Tendría unos seis o siete años cuando me caí por primera vez. Lo recuerdo porque me untaron las rodillas con una mercromina muy poco discreta; de color lila. Debí hacerme mucho daño, o pasar mucha vergüenza,  porque desde ese día no volví a saltar. Aprendí a volar, a llegar más rápido, con una  mochila repleta de emociones que no he llegado a soltar.
Si insisto en la idea de ponerle nombre a las emociones encontraría unos cuantos para cada una de ellas. Los nombres propios abrirían viejas heridas, y no me apetece volverme a untar de mercromina las rodillas, ni ninguna otra parte del cuerpo. Soltar la mochila sería la mejor opción, pero hasta para eso encuentro pretextos. Tirarla al vacío sería como renunciar a mi pasado, a todas las personas que, para bien o para mal, me han enseñado algo. Me pregunto si en mi mochila hay más mío o de los demás. Encontrar ahora la respuesta sería abrir de golpe las ventanas, o lo que es peor, romper todos los cristales. Mejor esperar al buen tiempo, la primavera es una estación muy propia para empezar a airear todos los rincones.

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