jueves, 15 de diciembre de 2011

EL EMBRUJO DE LA NOCHE

No sé qué tiene la noche que me embruja. Aunque esté cansada podría pasarme la noche en vela escribiendo, leyendo o, simplemente, rememorando viejos tiempos. Y si hay luna llena, mejor que mejor. Entonces, me asomo por la ventana y la hago mi cómplice. Reconozco que soy ave nocturna, el sol no va conmigo. Prefiero ver las estrellas y disfrutar de un buen paisaje nocturno, donde la imaginación es la protagonista de la noche y los fantasmas del pasado pasean sus cadenas haciendo un ruido estrepitoso. Hace mucho tiempo que dejaron de darme miedo, en cierta manera también les he hecho mis cómplices y les he cogido tanto cariño que podría afirmar que les quiero. Me gusta charlar con ellos, contarles mis cosas, y aunque no contesten sé que desde algún lugar me están oyendo. Algunos son benévolos y enjugan mis lágrimas, me ofrecen su hombro para llorar y también me hacen reír. Los fantasmas sólo son malos en las películas, en nuestra imaginación pueden ser tiernos, afectuosos, comprensivos, los mejores amigos, en definitiva. Y así es como yo los contemplo. A estas horas de la madrugada exprimo mi cerebro y digo todo cuanto pienso y siento sin sentir vergüenza. Con el sol hay cosas que no puedo decir, es como si me estuviera vigilando tan de cerca que me quemara todo menos el sentido del ridículo. Está claro que las estrellas, en mi caso, son la mejor alternativa, y los fantasmas, ruidosas sombras que visten de blanco y se llevan lo peor de mi alma.

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